jueves, 27 de enero de 2011

La apariencia es nuestro punto más débil.


Entré entusiasmada por debajo de aquel viejo marco de madera.
Seguí recta por el pasillo, hasta llegar al fondo y luego torcí a la derecha.

Nunca me entretenía con nada, y eso que había cientos de virguerías. Miles de colores chillones, de músicas que se entremezclaban en el aire, formando así, una melodía acorde entre ellas, que no dejaba indiferente a nadie. Atravesé
veloz ese último tramo, me escurrí ágil entre la gente. Alcé la vista a la estantería. Allí estaban. Cuidadosamente ordenadas, una detrás de la otra. Las miré con recelo. Eran tan increíblemente maravillosas. Me hiptonizaban. Sus ojos, su pelo. El carmesí de sus labios parecia brillar con más fuerza que nunca. Un mechón oscuro de pelo caía sobre su tez dorada. Eran tan terriblemente perfectas. Todas meticulosamente colocadas, ridículamente pintadas, solo eran unas patéticas muñecas. Me dispuse a marcharme, pero al girarme, pude verme de reojo en el espejo que estaba dispuesto a mi izquierda. Llevaba el pelo despeinado en una coleta. Sobre mi tez no caían esos perfectos mechones negros. Mis ojos tampoco eran del color del cielo. Y mis labios no estaban pintados de un perfecto carmesí. Yo no era como esas patéticas muñecas. Estaba claro. En realidad, tampoco creía que fuesen patéticas. No niego que por momentos, desease ser una de ellas. Pero luego pienso y recapacito. Al principio todos corren a comprarlas, juegan con ellas, se divierten, pero a la semana se cansan. Las aborrecen, y quedan abandonadas. Después de todo, no son tan terriblemente perfectas como parecen.

Sin duda alguna, la apariencia es su punto más débil.

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